Uno de los descubrimientos tontos y asombrosos que hice en mi estancia de 6 meses en NY hace tres años es que somos lo que nos rodea. (El yo y las circunstancias que diría Ortega) O más bien que la identidad no es más que la suma de nuestro trabajo, nuestros amigos, nuestros amores, nuestra casa, y en un grado un poco más pequeño de nuestro carácter, nuestras ideas, nuestro lugar de nacimiento... En NY empezaba de cero, sin apenas amigos, sin trabajo, ya que iba a estudiar, y con una casa, más bien caja de zapatos, (con su ratón y sus palomas asquerosas en ese pozo negro que tenía por patio de luces) que estaba muy por encima de mis posibilidades, pero muy por debajo de la que tenía o podía aspirar en Madrid. Así que en NY descubrí a otro Carlos, y como un concursante cualquiera de una edición de Gran hermano, esos que siempre dicen que "aquí en la casa se vive todo más intesamente" yo también lo viví todo de manera intensa. Huérfano de mi identidad y despojado de las palabras que también me definían, descubrí mi lado más miedoso y también el más intrépido, el lado más alocado y el más cauto. Sin identidad era una veleta y dependía del viento, del clima y de mi confianza con el idioma para estar arriba o abajo. Yo allí ya no era Carlos el guionista simpático amigo de no sé quién, o Carlos, el que daba esas fiestas tan graciosas, o Carlos, el que se desenvolvía con seguridad y aplomo tanto en el supermercado como en una discoteca o en el trabajo. Allí era un estudiante extranjero más, bastante torpe con el idioma, y que se quejaba y se admiraba de esa ciudad hostil e increíble a partes iguales. Un estudiante extranjero en una clase llena de estudiantes extranjeros de todas partes del mundo, Corea, Turquía, China, Hungría, Francia, Brasil, Argentina... Eso era lo que nos unía y de ahí partíamos todos. Poco a poco, mes a mes y peleándonos con el idioma, fuimos descubriendo más de cada uno y fuimos intentando traer nuestra identidad patria a esa clase y a esas nuevas amistades. Y así supimos que uno era guionista, (yo) otros pijos niños de papá (la argentina), otros crupiers en un casino japones (toni), otros informáticos (el turco) y suma y sigue. Pero hasta que reconquistamos nuestra identidad fuimos naufragos, y también libres. No eramos nadie y podíamos ser cualquiera, con todo el vértigo y toda la ansiedad que eso puede suponer. Y con toda la diversión también, claro.
¿Y todo esto qué tiene que ver con el título que le he puesto al post: Gente con perro? Tiene que ver, porque con Mazinger he recordado o más bien recobrado esa identidad perdida, esa no identidad. Con Mazinger, los vecinos con perro de la plaza, sólo sabían de mí, que era el dueño de Mazinger, y yo sólo sabía de ellos que eran los dueños de sus perros.
Y de ahí partimos. Y es un buen sitio del que partir, porque alguien con perro, es alguien que de buenas a primeras te va a caer bien, porque por lo pronto ya tiene algo en común contigo, el perro y sobre todo ya le presupones cierta capacidad para el aguante, para la paciencia, para dar cariño, para preocuparse y desvivirse por los demás, o al menos por su perro. Y poco a poco vas descubriendo y te van descubriendo. Además del dueño de su perro, te enteras de que uno es pianista, el otro informático, otro arquitecto (cómo veis es un barrio la mar de molón) , otra dependienta, otro jubilado... Y un día también de manera tonta los dueños de los perros descubren que el dueño de Mazinger escribe un blog y se corre la voz y un viernes por la tarde, después de un día duro de trabajo, bajas a Mazinger cansado y te encuentras con la sonrisa de varios que te dicen: hey, me he leído tu blog, qué chulo, así que eres el guionista de Física o química, ya verás cuando se lo diga a mi hermana pequeña, je..."
Y así es como partiendo de Mazinger, hasta ser guionista de televisión se perdona.
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